martes, 28 de agosto de 2012

Shakespeare & Company

En mayor o menor medida, todos los lectores somos cazadores de libros. Sin llegar a arriesgar tanto en la empresa como Lucas Corso (aunque bien nos gustaría ganarnos la vida viajando en pos de libros prohibidos), disfrutamos a base de perseguir esta rareza o aquella edición descatalogada. Incluso cuando se trata de novedades, nos dejamos llevar por la ilusión de que tal libro deseaba ser encontrado, y si lo hemos visto en la estantería o en el escaparate es porque lo estábamos buscando aun sin saberlo y porque viene a nosotros en el momento preciso. Sospecho que muchas veces dejamos de adquirir libros que deberíamos leer por otros que no teníamos previsto comprar pero que despiertan un interés misterioso y telúrico.

En mayor o menor medida, todos los cazadores de libros somos también cazadores de librerías. De librerías entendidas como ese espacio único en el cual lo de menos es efectuar una transacción comercial, y lo de más sentirse como en casa, como en una biblioteca privada e ideal (y por tanto borgiana) donde uno puede disponer a su antojo de libros innumerables. A diferencia de una biblioteca pública, la librería nos permite la ficción pasajera de poseer todos los libros que contiene, aunque sólo sea mientras nos decidimos a llevarnos uno en concreto. Sobra añadir que no hablo de las librerías-supermercado que tanto proliferan, ni de su gélido equivalente electrónico; sino de esas escasas librerías que le invitan a uno a entrar, a perderse entre los pasillos, a hojear, a manosear, a fijarse en el resto de clientes como en personajes de una novela, a charlar con el librero como con un viejo amigo.

El cazador de librerías sabe que ha obtenido la pieza más valiosa de su colección cuando entra en la fabulosa Shakespeare & Company. Su valor no reside en el atractivo del local ni de su decoración: el primero parece que va a derrumbarse de un momento a otro, y la segunda obedece sobre todo a la caótica acumulación de recuerdos, carteles, mensajes y, por supuesto, libros y más libros. Shakespeare & Company es, por encima de cualquier otra consideración, una librería-refugio, una librería proyectada como lugar de encuentro donde se acoge al visitante... hasta el punto de regalarle un viejo ejemplar sólo por el hecho de interesarse por él, o de contar con una amplia sección de préstamo y consulta, una máquina de escribir a disposición de todo aquel que quiera usarla, y diversos espacios de lectura o simple descanso (alguno de estos últimos con inmejorables vistas sobre Notre-Dame).

Shakespeare & Company es asimismo una librería intemporal, en la que uno pone el pie y se siente trasladado a cualquier época del siglo veinte; no en vano es heredera de la librería que con el mismo nombre pero distinta ubicación abrió Sylvia Beach en 1919 y sirvió como primera editorial para el entonces prohibido Ulises de James Joyce. La actual Shakespeare & Company existe desde 1951, cuenta con la biblioteca personal de la propia Sylvia Beach, y es regentada por la hija de su fundador, George Whitman, un tipo de poético apellido que, a juzgar por la historia de su negocio, debió ejercer como progenitor de todo escritor y aspirante a escritor que pasara por allí.

Shakespeare & Company es, en definitiva, un oasis. Una isla de tranquilidad en medio del bullicioso mar de París. Un lugar donde el tiempo se detiene y parece no transcurrir, tal y como sucede en el bosque de Lothlórien de mi querido profesor Tolkien. El cazador de librerías, una vez ha regresado de su expedición, todavía transido por las emociones del viaje, se pregunta si será posible imaginar en su ciudad (acaso crear) una modesta, manejable, digna sucursal de Shakespeare & Company.

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domingo, 12 de agosto de 2012

Horror en el hipermercado


Llevo ya varios días discutiendo con mis amistades más cercanas sobre las protestas ante la crisis, su posible eficacia y, sobre todo, su dudosa viabilidad para transformar el orden establecido. Digo dudosa porque, por mucho que el descontento y las movilizaciones continúen (de la misma manera que continuarán los recortes y el desahucio general de la clase media), no veo la forma en que puedan alcanzar su objetivo. Incluso aunque se doten de un programa perfectamente expuesto como el ofrecido por Julio Anguita en su iniciativa llamada Frente Cívico.

Y en estas aparecen en portada los insurgentes del Sindicato Andaluz de Trabajadores capitaneados por el Comandante Gordillo, y van los tíos y asaltan dos supermercados, reparten el botín entre los pobres, y no contentos ocupan también una finca militar para reivindicar aquel viejo lema de “la tierra para quien la trabaja”. Acciones que se consideraban propias de tiempos muy lejanos, casi medievales si tenemos en cuenta que se sustentan en el espíritu propio de Robin Hood (un mito al que en los últimos años se la ha dado la vuelta, y hasta nos hemos acostumbrado a ver cómo roban a los pobres para dárselo a los ricos). Rápidamente, como era de esperar, políticos de una y otra ralea se han apresurado a condenar estas formas de protesta, que justo han servido para demostrar lo poco que les importa que se robe cuando son ellos los ladrones o los cómplices del latrocinio. ¡Horror!, han gritado como si fueran Alaska y Los Pegamoides, pero no se horrorizan con las terroríficas reformas que nos empobrecen a marchas forzadas, ni tampoco con la certeza de que este país llamado España ha perdido su soberanía de facto.

Debo decir que el Comandante Gordillo y sus secuaces tienen mi simpatía, aunque sólo sea porque me recuerdan una escena de mi primera novela, Guerra ha de haber, donde la protagonista participa en el asalto a un hipermercado por parte de un grupo okupa. Quién me lo iba a decir. Pero más allá de coincidencias de orden literario, este asunto pone en evidencia que las respuestas a la crisis han de ser propias de otro tiempo (el tiempo de la “lucha de clases”, ese término que habíamos desterrado de nuestro vocabulario), porque la misma crisis nos conduce a otro tiempo de penurias que creíamos ampliamente superado. Se dan además diversas paradojas, como que tengan que pagar las clases populares los obscenos excesos de los dueños del capital que han desatado la crisis, mientras éstos siguen siendo tan fabulosamente ricos como antes; o que la contestación social a lo que está ocurriendo (para ser efectiva y generar cambios tangibles) no tenga más remedio que canalizarse a través del mismo sistema político que ha vendido nuestro futuro a los poderosos.

Hace algo más de un año descubrí aquí una genial frase o lema de Eduardo Galeano: “Tenemos las manos vacías, pero las manos son nuestras”. Están vacías porque nos han quitado lo que había en ellas, sobra añadir. Quizá debamos usar las manos para algo más que el hermoso gesto de levantarlas y formar el aplauso silencioso que el 15M contagió por todo el mundo; quizá tengamos que usarlas para robar a quienes nos roban o, llegado el caso, para defender nuestra vida de aquellos que tratan de arrebatárnosla.

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sábado, 4 de agosto de 2012

Este loco se va con otra loca


 "Este adiós no maquilla un hasta luego, 
este nunca no esconde un ojala, 
estas cenizas no juegan con fuego, 
este ciego no mira para atrás. 
Este pez ya no muere por tu boca, 
este loco se va con otra loca, 
estos ojos no lloran más por ti".  

No voy a decir el número de años porque no me da la gana, y porque fueron años interrumpidos o rotos y retomados después. Pero forman una suma considerable, pesada incluso, que cuesta dejar atrás. Cuesta dejar atrás la ciudad querida, la ciudad donde confluían los destinos de la juventud y desde la que salían otros que exploré unas veces con exceso de ingenuidad, otras con justo entusiasmo, y casi siempre con cierta torpeza.

Escojo para la despedida unos versos del bardo más emblemático de la ciudad, a pesar de que parezcan más apropiados para decir adiós a una amante cansada. Aunque bien puede uno amar a una ciudad y cansarse de ella aun amándola y, llegado el momento, abandonarla por amor.

Madrid sirve para ensanchar el mundo, para adivinar nuevos caminos y acaso recorrerlos; Madrid es un viaje al pasado, capital de mi República, y un viaje a un futuro que ya no es lo que era. Pero digámoslo en verso a la manera del bardo Sabina, en verso libérrimo: Madrid fue escenario de sueños y amargos despertares, de libros y cafés interminables; fue días de derrotas y trabajos que no llevaban a ninguna parte; tardes de triples, cine y descubrimientos intelectuales; noches de juegos y de risas y de bares. Madrid fue puerto de salida hacia estaciones interestelares; jornadas de protestas, acampadas y máscaras sin carnavales.

Madrid fue el territorio de la amistad: por encima de todo, cuesta dejar atrás a los amigos que me acompañaron en tantas andanzas, y asumir que el tiempo y la voluntad y las circunstancias ejercerán su cruel cometido para acabar quitándome a la mayor parte de ellos. Resistirán sólo unos pocos, como resistieron en la ciudad de la que salí aquellos que ahora me esperan, entre ilusionados y escépticos, como yo mismo, con los brazos abiertos.

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