martes, 11 de enero de 2011

Bohemios

“No os pido limosna, puesto que elaboro libros para deleite vuestro y de vuestros hijos.
Sólo os pido que compréis un libro, que reaccione vuestro espíritu, porque tenéis el deber de hacerlo.Yo no tengo culpa de que mi arte no sea entendido; pero yo soy el mismo arte”.
Armando Buscarini.

A veces, solo a veces, se encuentra uno en su oficio con algo útil que llevarse al intelecto. Es el caso que se produjo hace unos días cuando me tocó catalogar dos libros publicados a finales de los noventa, pertenecientes a la curiosa colección Biblioteca de la bohemia, de la no menos curiosa editorial Celeste. Sus títulos, En torno a la bohemia madrileña (1890-1925): testimonios, personajes y obras, del hispanista Allen Phillips; y Los proletarios del arte: introducción a la bohemia, conjunto de breves ensayos de muy distintos autores, entre los cuales Juan Manuel de Prada firma un capítulo dedicado al insigne y arriba citado Armando Buscarini. No en vano el beato pero brillante Prada convierte a la bohemia madrileña en protagonista de su novela Las máscaras del héroe, que no tengo la suerte o el disgusto de haber leído pero intuyo me resultaría disfrutable.

Según hojeaba estos dos volúmenes, llegados a mis manos por puro azar bibliotecario, la mente se me disparó enseguida hacia una improvisada semblanza de autores malditos, de escritores para el arrastre, de nombres que merecen estar en el dudoso olimpo de los supervivientes de las letras, de gentes que se alimentaban de la literatura al mismo tiempo que caían enfermos (y en algún caso morían) a causa de ella. Se me ocurrieron a vuela pluma unos cuantos para añadir a los bohemios españoles que, encabezados por Valle-Inclán y su Max Estrella, nos presenta la editorial Celeste: el británico John Gawsworth por ejemplo, que ostentaba el gracioso y muy literario título de Rey de Redonda, un monarca muerto en la indigencia. Gawsworth, autor él mismo de corta fama, ayudaba a escritores amigos a salir adelante, a publicar en algunos casos; y esta es una de las más notables características del escritor bohemio: por escasos que sean sus medios, su éxito y su riqueza, se empeña en compartirlos con su círculo de allegados, con su cónclave o conciliábulo de artistas cómplices. Otra característica, relacionada con la anterior, es la que constituye una categoría aparte de bohemio: el que vive, probablemente con mayor intensidad que nadie, una vida de narrador o poeta o dramaturgo, pero no escribe ni una línea o, si lo hace, su obra queda siempre ensombrecida por la de sus compañeros de viaje. Ahí están los casos de José Moreno Villa, ilustre residente (y bibliotecario) y acicate de la Generación del 27; o de Michi Panero, diletante por excelencia, faro y guía de la noche madrileña. Ambos eran no-escritores (incluso el primero, aun siendo autor de numerosos títulos que nadie parece haber leído) que hicieron de su vida una obra de arte, y que por añadidura actuaban como “extractores” del arte de sus amistades, como escultores acaso que a la manera de Michelangelo Buonarroti se limitaban a dejar salir el talento que sus amigos guardaban dentro de sí.

A distinto nivel, podemos citar también a los escritores que sobreviven (sobrevivimos) en cualquier oficio, a falta de poder ganarse el pan mediante la literatura. Como Antonio Rabinad, prolífico no-escritor que cada domingo vendía libros de viejo en el barcelonés mercado de Sant Antoni, convertido en embajador del humilde barrio de El Clot hasta su muerte hace apenas un año. Oficios cercanos a la literatura, o del todo alejados de ella: inevitable acordarse de Roberto Bolaño, vigilante de camping y vendedor de bisutería, entre otros oficios varios. Y es que para colmo me hallo leyendo Los detectives salvajes, donde Bolaño ofrece un retablo casi inconmensurable de “mexicanos perdidos en México”: jóvenes aprendices de poeta que si por algo se distinguen es por su condición de bohemios, de yonquis de las letras, de pedigüeños de una vida ociosa que en realidad no pueden mantener. Si han logrado matricularse en la universidad rápidamente la abandonan, o solo la utilizan de plataforma para sus desafueros artísticos; si escriben no publican, o lo hacen en revistas de su propia cosecha; si no tienen para comprar libros los roban o se los prestan entre ellos; viven de los demás, y, por supuesto, de su amor por la literatura.

Tamaño descubrimiento catalogador me despertó una última asociación, cuanto más significativa porque he estado trabajando recientemente en el personaje: Charles Patrick Donnelly, poeta irlandés miembro de las Brigadas Internacionales, cuya biografía se publicará en febrero con introducción del menda. Donnelly llevó una vida más bien bohemia en Londres, tal y como recuerda uno de sus amigos: “Tuviera o no dinero, siempre parecía preocupado por el pensamiento y la acción, nunca por su estómago o por encontrar una cama. Aunque estuviera hambriento compraba un paquete de cigarrillos y un libro antes que una comida frugal, incluso cuando ganaba un buen salario. Un café no era para él más que el escenario adecuado para disfrutar de los libros, el tabaco y la gente, y de una conversación valiente y formal”.

__