martes, 29 de noviembre de 2011

La maleta mexicana

"Si tus fotos no son lo bastante buenas, es que no estás lo bastante cerca".
Robert Capa

La maleta mexicana es un voluminoso libro recién publicado por la editorial La Fábrica que recoge la asombrosa historia de los más de 4.500 negativos de la guerra de España tomados por Robert Capa, Gerda Taro y David Seymour que se hallaban en paradero desconocido hasta 2007. La ocasión merecía que se presentara en el Círculo de Bellas Artes, con las intervenciones de Alfonso Guerra como presidente de la Fundación Pablo Iglesias, y del reportero gráfico Gervasio Sánchez.

Tan apasionante como el periplo de la maleta extraviada es la vida de estos fotógrafos, especialmente de los dos primeros, que en realidad eran uno si atendemos a que se ocultaban bajo el famoso seudónimo común de Robert Capa como estratagema comercial para mejor vender sus fotos. Aunque da para varios libros, contémoslo en una sola frase: Endre Friedmann, alias Robert Capa, antifascista y judío de origen húngaro, formado como fotógrafo en Berlín y en París, donde conoció al amor de su vida, Gerta Pohorylle, alias Gerda Taro, alias también Robert Capa, antifascista y judía de origen polaco, construyen juntos su leyenda en España, ella muere porque quiso acercarse demasiado, en la batalla de Brunete, atropellada por un tanque, él no puede soportar su ausencia y se marcha a cubrir la invasión de China por el imperialismo japonés, luego vuelve a la guerra civil española, luego vive en primera línea el desembarco de Normandía, para ser el primero en fotografiar la liberación de París se infiltra en la División Leclerc convenciendo a los republicanos españoles al grito de “pero si yo he hecho la guerra con vosotros”, se retira de los conflictos armados a finales de los cuarenta cuando una bala a punto está de volarle los testículos, tiene numerosas amantes, entre ellas Ingrid Bergman, que contará su romance a Hitchcock y éste se servirá de ello para rodar La ventana indiscreta, vuelve a la guerra en 1954 en Indonesia, casi por azar, para sustituir a un compañero, y allí pisa una mina, y muere.

Gervasio Sánchez no ha tenido una vida tan ajetreada, pero sabe lo que es fotografiar la guerra. Antiguo compañero de fatigas del insigne Pérez-Reverte, gasta idéntica mala leche que su amigo novelista. No duda en expresar su indignación por la falta de justicia hacia las víctimas de la guerra civil, especialmente hacia esos miles de desaparecidos que siguen festoneando las cunetas españolas. “Una guerra sólo se acaba cuando todas sus consecuencias se superan”, concluye. Alfonso Guerra, incómodo, baja la mirada durante unos instantes. Luego se rehace, y nos traslada su pasión por este libro, cuenta que la de España fue la última guerra que se luchó por una causa, por unos ideales, con su particular guasa matiza que La maleta mexicana ni es maleta, ni es mexicana, que el seudónimo lo inventaron a medias, Gerda escogió el nombre en homenaje a Robert Taylor, Capa escogió el apellido en homenaje a Frank Capra, añade que ambos fueron una pareja de aventureros en el sentido más extraordinario de la palabra, entregados a un compromiso, el de la República, nos habla del mítico hotel Florida, donde Hemingway organizaba fiestas en medio de los bombardeos y Saint-Exupéry ofrecía pomelos a las señoras, explica que el autor de El principito vino a España como corresponsal de guerra para sustituir a un compañero muerto, Louis Delaprée, que dijo: “Todas las imágenes del martirio de Madrid que trataré de poner ante sus ojos –aunque muchas desafían toda posible descripción– las he visto. Pueden creerme. Les suplico que lo hagan”.

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martes, 22 de noviembre de 2011

Margin call

Hay al menos cuatro películas realizadas por la industria americana acerca de la crisis financiera global iniciada en 2008 y en la cual sin duda todavía nos encontramos. Dos de ellas son documentales, Capitalismo: una historia de amor (Michael Moore, 2009) e Inside job (Charles Ferguson, 2010). Ambas exponen de manera descarnada los orígenes y consecuencias de la crisis, con la diferencia de que la primera, dada su fecha de rodaje, termina con un mensaje combativo (inolvidables los acordes en clave de jazz de La internacional junto a los títulos de crédito) y esperanzador ante la llegada a la presidencia de Barack Obama; mientras que la segunda finaliza como un auténtico cuento de terror al demostrar que los culpables de la crisis siguen manteniendo el poder (todo el poder) incluso en plena administración Obama.

La tercera de estas películas es Too big to fail (Curtis Hanson, 2011), producida para televisión por esa fábrica de talento que es la cadena HBO. No se atreve a tanta crítica como los documentales mencionados (de hecho, presenta como poco menos que un héroe al secretario del tesoro Henry Paulson, que si bien pudo ayudar a paliarlo no por ello es menos cómplice del desastre) pero supone una interesante dramatización de aquellos hechos, más a nivel informativo que cinematográfico.

Y así llegamos a Margin call (JC Chandor, 2011). Aquí no hay afán de desentrañar la crisis, de explicar a la audiencia cómo pudo llegarse a tamaño despropósito, de buscar culpables. Es mucho más que eso. Es el retrato de una época, del colapso del mejor de los tiempos y del peor de los tiempos, es decir, del capitalismo. Es cine en estado puro. No veía un análisis tan certero del drama que es la realidad desde Network (Sidney Lumet, 1976). El largometraje retrata tan sólo las 24 horas previas a la caída, centrándose en los empleados y dirigentes de la firma que desató la catástrofe. No hace falta más: el resto lo conocemos y lo sufrimos día tras día en nuestras propias carnes. Margin call derrocha intensidad en todos los aspectos y se beneficia de un reparto impecable, por no hablar de un guión que es una bomba de relojería, de unos personajes absolutamente creíbles o de una banda sonora encabezada por ese temazo de Phosphorescent titulado Wolves. Cada vez que el viejo lobo Jeremy Irons y el lobo cansado Kevin Spacey aparecen en pantalla asistimos a una lección magistral de interpretación, siempre al servicio de la historia y de su final, que no es más que el principio de la crisis actual. A la salida del cine me pregunto si acaso esto es lo único bueno que pueden traer décadas de rapiña y destrucción: admitiendo que las grandes tragedias suelen llevar consigo grandes obras de arte a través de las cuales el hombre trata de superarlas, ésta al menos ha servido para ofrecernos Margin call.

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domingo, 13 de noviembre de 2011

Treme

“Sólo quiero que me devuelvan mi ciudad”

Llegué a Treme buscando una nueva dosis de The Wire. Pero no es posible continuar la mejor serie de televisión de todos los tiempos. Y sin embargo allí estaba, reconocible, la impronta del director David Simon, y en el reparto algunas caras conocidas que ya forman parte de la familia: si en las películas son más bien cosa de una noche, en las series los actores te acompañan a la cama con la frecuencia de una pareja más o menos fiel. Y claro, se les coge cariño, y se disfruta al comprobar que siguen ahí: el chulesco detective apodado The Bunk en la piel del no menos chulesco trombonista Antoine Batiste, el cerebral Lester Freamon convertido en el testarudo Big Chief Lambreaux. Pero la serie avanza y casi me voy olvidando de su antecesora hasta que, curiosamente, Simon acaba por retomar los temas fundamentales de The Wire, como si él mismo echase de menos la magnitud de su primer trabajo.

Treme es un barrio de Nueva Orleans. Nueva Orleans acaba de sufrir el desastre del huracán Katrina, la ciudad trata de recomponerse y sus habitantes vuelven poco a poco a pasear por sus calles, reabren sus negocios, llenan el barrio de música porque en Nueva Orleans no se respira oxígeno sino notas de todos los estilos imaginables. Cuántas veces me ha parecido que estaba allí dentro, en cualquiera de sus innumerables garitos, escuchando ensayar a ese insoportable vecino que es Davis McAlary, admirando el violín y la belleza de Annie Tee, hasta en pleno Mardi Gras formando parte de la segunda línea.

Treme es por encima de todo una historia de amor: pero no tanto de amor por la música omnipresente como de amor por una ciudad, el amor colectivo que el elenco de personajes siente por el lugar que les proporciona su identidad, ya sean músicos de fama o callejeros, abogados, cocineros, profesores o policías, ya se encuentren viviendo allí o hayan tenido que emigrar. En cierto episodio de la primera temporada McAlary exclama desesperado “I just want my city back”. Y después de habitar durante veintiún episodios esa ciudad en la que jamás estuve, me da por pensar qué ocurriría si la mía desapareciese: tal vez mañana Madrid ya no siga donde está, los amigos podrían volverse esquivos o incluso esfumarse, o quizá ser yo quien no tuviera ánimos para buscar la música en esta ciudad que también respira a través de ella.

El desastre puede tomar la forma de una tormenta o ser interior, pero mientras no estalle (o precisamente para evitar que lo haga) lo mejor será hacer caso al lema de Treme, que ilustra el cartel que a su vez ilustra estas palabras. “Wrap your troubles in dreams”. Envuelve tus problemas con sueños.

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martes, 8 de noviembre de 2011

Escuchando al juez

“Una injusticia en un lugar es una injusticia en todas partes”. Samuel Johnson.


Vengo de la Filmoteca, de ver el documental Escuchando al juez Garzón. No es difícil dejarse arrastrar por la precisión de la cámara de Isabel Coixet, observar su técnica, apreciar el uso tan apropiado del blanco y negro, o reflexionar sobre qué hace una directora de cine de ficción como ella preocupándose por el destino (tan abrumadoramente real) de Baltasar Garzón. Tampoco es difícil admirar el aplomo del entrevistador, Manuel Rivas, correctísimo en su papel de periodista más o menos improvisado. Lo difícil es no sentirse juez Garzón al escuchar al juez Garzón: cómo abstraerse de su dominio de la palabra, de su furia contenida, de la profesionalidad y el esfuerzo llevados al mejor de los límites. Garzón es ejemplo de numerosos valores positivos, pero igualmente y a su pesar negativos, porque en él hacen blanco las fuerzas más oscuras de este extraño país llamado España.

Recuerdo con cierta frecuencia a Al Pacino gritando “¡Me estoy quedando sin héroes!”: una escena de la película de Michael Mann The insider (traducida aquí como El dilema). En efecto llevamos mucho tiempo quedándonos sin héroes, en todos los ámbitos, especialmente en el de la justicia. Por eso es tan grato reconocer en Baltasar Garzón a la figura, al prototipo incluso del héroe cansado: ese que aguarda su destino con una mezcla de indiferencia y fatalismo, puesto al pie de los caballos por quienes se congratulan de que todo siga como siempre, en perfecto orden. Pero su orden es contrario a la vida, como oí decir una vez al poeta Ángel González.

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domingo, 6 de noviembre de 2011

Grecia expirando

Who shall now lead thy scattered children forth,
and long accustomed bondage uncreate?

Si uno se acerca, en su azaroso caminar por la ciudad natal, al museo donde se expone la obra de Eugène Delacroix, verá destacada la silueta de Grecia, de una Grecia personificada en la figura de una bella mujer que se ofrece al espectador, determinada a sacrificarse por sus hijos. El lienzo Grecia expirando sobre las ruinas de Missolonghi  fue pintado en 1826, como denuncia del enésimo ataque del imperio otomano sobre los griegos, y también como homenaje a Lord Byron, que había fallecido allí mismo en Missolonghi, dos años antes, peleando contra el invasor turco. Las asociaciones se disparan: Delacroix, como Picasso un siglo más tarde en el Guernica, pone su arte al servicio de una causa política, al servicio de un pueblo que se resiste a perder la libertad; Grecia, entonces bajo el yugo de un imperio, ahora sometida por la avaricia de gobernantes ineptos y mercados insaciables.

Si uno continúa su recorrido por el museo, leerá la pregunta que sobre Grecia se hacía Byron y antecede estas líneas, una pregunta que muy bien podrían hacerse los griegos en estos días aciagos. Leerá también, en relación con la más conocida obra de Delacroix, La libertad guiando al pueblo, la contundente declaración de intenciones del artista: “He emprendido un tema moderno, una barricada, y si no he luchado por la patria, al menos pintaré para ella”.

Puede uno seguir paseando entre los lienzos, o distraerse con la encantadora amiga francesa que lo acompaña, pero tarde o temprano volverá sobre el poeta inglés que tanto le entusiasma. En cierta parte del museo encontrará semienterrados los siguientes versos, correspondientes a dos cantos distintos de Las peregrinaciones de Childe Harold, y pensará que aguardaban ahí para dar sentido a todas las imágenes que han rondado su cabeza durante la visita:

Nunca fui amigo de la sociedad,
tampoco ella se mostró amiga mía.
Nunca intenté alcanzar sus votos,
jamás se me vio doblar pacientemente la rodilla ante los ídolos,
ni forzar la sonrisa en mis labios,
ni unirme al eco de los aduladores.
Viví como un extraño entre los hombres.
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Hay un placer en los bosques sin senderos,
hay un éxtasis en la costa solitaria,
hay compañía allí donde nadie se hace presente,
al lado del mar profundo, y música en su rugido.
No amo menos al hombre, sino más a la Naturaleza.

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