domingo, 23 de octubre de 2011

Venís desde muy lejos

Si hay hombres que contienen un alma sin fronteras
una esparcida frente de mundiales cabellos
cubierta de horizontes, barcos y cordilleras
con arena y con nieve, tú eres uno de aquellos
.
Miguel Hernández

 
Ha sido agotador. Cuatro días consecutivos de homenaje, sin contar los preparativos y las múltiples reuniones previas. Cuatros días de saludos, de despedidas, de reencuentros. Y a pesar de todo ello, sigo siendo incapaz de contestar con precisión sobre el origen de mi interés por las Brigadas Internacionales. Siempre hay alguien que lo pregunta, bien porque apenas ha oído hablar del asunto, bien porque no acaba de comprender su trascendencia 75 años después. Procuro esbozar alguna que otra explicación, pero nunca termino de sentirme satisfecho con lo que digo. Tal vez porque esta simpatía, esta devoción incluso hacia lo que representan los brigadistas supera el ámbito intelectual para deslizarse en el terreno de las emociones, en el cual resulta difícil abrirse paso con palabras. 

Jueves y viernes dedicados a conferencias sobre el tema: Las Brigadas en la defensa de Madrid,  Libros contra las balas, De la batalla de Madrid al Guernica, La guerra civil en la prensa neoyorquina... son sólo algunos de los títulos. El documental Hollywood contra Franco, narrado con un exquisito pulso cinematográfico, es probablemente el mejor ejemplo de hasta qué punto la guerra de España traspasó nuestras fronteras para convertirse en el episodio uno de la II Guerra Mundial. Las 50 copias que nos trajo el director se agotaron a la salida.

El viernes por la noche, fuera de la programación del 75 aniversario pero íntimamente ligada a él, estreno de La voz dormida en cines comerciales. La sala reservada para la ocasión por la familia de Dulce Chacón está repleta, y en ella retumba el eco del “¡Viva la República!” lanzado al aire como un desgarro por la protagonista, en la penúltima escena. Poco después será Inma quien grite por su hermana: “¡Viva Dulce!” y la platea estallará en aplausos.

Llega el sábado a mediodía, el momento más esperado, la inauguración de un monumento en la Ciudad Universitaria, escenario de los combates, corazón del Madrid bajo asedio; hoy lugar de paso y de estudio de cientos de jóvenes como aquellos que, en la entonces denominada Universidad Central de Madrid, vieron interrumpidas sus clases y convertidos sus libros en parapeto contra la barbarie. Rodeado de unas 500 personas, la figura del brigadista inglés David Lomon, nonagenario, se agiganta bajo el monumento, especialmente hacia el final de su discurso, cuando levanta el puño en recuerdo de los viejos ideales, de los camaradas caídos, de la historia y de la leyenda.


Sábado por la tarde, concierto en el auditorio de Comisiones Obreras. Se suceden poemas y canciones hasta que desde el escenario se pregunta si los brigadistas podrán subir para el homenaje final. “¡Pues claro que subimos!” dice la voz festiva de uno de los Almudever. Y allá que suben, los dos hermanos Almudever y el estonio Erik Ellmann, para cantar juntos La Internacional.

Domingo, hoy, por la mañana. Las delegaciones extranjeras (alemanes, italianos, ingleses, americanos, irlandeses) van a visitar el cementerio de Fuencarral, y luego el valle del Jarama. Mientras tanto, un pequeño contingente de avanzada tomamos al asalto el Ateneo de Madrid: proyectamos Dagbog fra den spanske borgerkrig, sobre los brigadistas daneses, y Esos mismos hombres, sobre los voluntarios argentinos. La coincidencia con los actos de la periferia no impide que unos 80 asistentes nos ayuden a tomar posesión del baluarte republicano y ateneísta, comandados por la sabiduría de Mirta Núñez y Jerónimo Boragina.

Todos estos eventos, todas estas personas involucradas, la suma de los homenajes celebrados desde 1995 indican hasta qué punto sigue con vida el espíritu leal y solidario de las Brigadas Internacionales. Por mucho que uno se interne en los documentales, libros, debates y conmemoraciones no deja de quedarse sin comprender del todo qué llevo a 35.000 personas de 53 países distintos a venir a combatir a España, a defender con las armas la democracia y la libertad amenazadas. Como tampoco, por mucho que se lo pregunten, puede uno dar cuenta de los motivos de tanto interés y tanto cariño. No hay palabras, salvo quizá las de los poetas. Venís desde muy lejos, decía Alberti, y ojalá no se vayan nunca.

Como aquel proyecto, Todos los nombres, dedicado a recuperar la memoria de los represaliados por la dictadura, quisiera concluir esta crónica recordando todos los nombres (y seguro que se me queda alguno en el tintero) de los compañeros que, desde la Asociación de Amigos de las Brigadas Internacionales, han hecho posible estos cuatro días de homenaje: Ana, Seve, Isabel, Gema, Alexia, Justin, Harry, Iñaki, Óscar, Paco, Bruno, Salvador, Carlos, Vicente, Román, Diego, Ángel Luis, Elisa. Gracias, amigos. Gracias también a mi madre que, una vez más, de ninguna manera se lo iba a perder. Gracias a quienes siempre estáis ahí, como Esperanza, Enriqueta y Juan; a los que habéis estado y se os echó de menos, como Paula y María; a los que acabáis de llegar, como Gonzalo, al que sólo le faltó envolverse en la bandera tricolor. Sirva esta crónica para conjurar la inevitable sensación de que éste ha sido el último gran homenaje, de que los brigadistas se nos marchan. Sirva para recordar a Bob Doyle y sus eternas palabras: “la lucha continúa”.

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miércoles, 12 de octubre de 2011

Let us rise (sobre estatuas y levantamientos)


Si uno pasea por O’Connell Street, la calle más emblemática del centro de Dublín, encontrará a su paso numerosas tiendas de permanentes rebajas, locales de comida rápida, y un spire o monolito de acero (que costó nada más que cuatro millones de euros) cuya única utilidad es la de servir como meeting point para locales y extranjeros. Todos ellos monumentos al capitalismo y sus derroches, si se quiere. Pero al lado del puntiagudo spire existe una estatua de un hombre con los brazos abiertos, en actitud declamatoria. Si uno se acerca lo suficiente y la lluvia y los turistas se lo permiten, comprobará que representa a un tal Jim Larkin, líder sindical de principios del siglo veinte. Y es que se trata de una calle llena de historia para quien desee buscarla y confrontarla con el presente rápido y de saldo: la imponente oficina del servicio postal fue escenario de los combates de aquel lejano Easter Rising de 1916, el “levantamiento de Pascua” que inició el final del largo camino de los irlandeses hacia su independencia. Al fondo de O’Connell, no muy lejos de la casa de James Joyce, no muy lejos tampoco del estudio de Francis Bacon, hay otra estatua, dedicada a Charles Stewart Parnell, brillante político irlandés del diecinueve. Y si de estatuas se trata, cómo no mencionar la del propio James Joyce, escondida a pie de calle entre los turistas, hermanada al antojo de mi recuerdo con la del lisboeta Fernando Pessoa, tanto que se diría que son la misma (o la de alguno de sus heterónimos). Volviendo a la de James Larkin, si uno se acerca un poco más, desafiando ya toda lógica turística, verá una inscripción, una frase inolvidable, tal vez la mejor herencia de un James Larkin que pasó a la historia como héroe para unos y villano para otros, dada la división que provocaban sus acciones y discursos hacia el final de su carrera.

Hoy, mes de octubre de 2011, mes tradicionalmente revolucionario como bien nos recuerda José Luis Sampedro, nos preparamos para levantarnos en todo el mundo contra el orden establecido. Es la primera gran convocatoria global desde el olvidado mes de febrero de 2003: entonces contra la invasión de Iraq, surgida de los foros sociales y el movimiento antiglobalización; ahora contra el sistema en su conjunto, surgida de nuestro 15M según parece (no está nada mal que algo así tenga su epicentro en España) como cristalización de las revueltas árabes, de la revolución del frío en Islandia, y de la indignación generalizada hacia los amos del mundo. Si la también tradicional división de los revolucionarios y nuestra propia inveterada sumisión al sistema nos lo permiten, acaso se produzca un cambio. Como contrapunto al inevitable derrotismo, conviene invocar el grito de guerra de Big Jim Larkin, para embozarnos en él y tomar las calles. En la placa bajo su estatua, la frase en cuestión aparece en tres idiomas: francés, gaélico e inglés. Añadiendo el mío, y teniendo en cuenta que el original proviene del revolucionario francés Camille Desmoulins, la cosa queda como sigue:

Les grands ne sont grands que parce que nous sommes à genoux: Levons-nous.

Ní uasal aon uasal ach sinne bheith íseal: Éirímis.

The great appear great because we are on our knees: Let us rise.
  
Los grandes parecen grandes porque nosotros estamos de rodillas: Levantémonos.

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lunes, 10 de octubre de 2011

Cuando pienso en los viejos amigos

Cuando pienso en los viejos amigos que se han ido
de mi vida, pactando con terribles mujeres
que alimentan su miedo y los cubren de hijos
para tenerlos cerca, controlados e inermes.

Cuando pienso en los viejos amigos que se fueron
al país de la muerte, sin billete de vuelta,
sólo porque buscaron el placer en los cuerpos
y el olvido en las drogas que alivian la tristeza.

Cuando pienso en los viejos amigos que, en el fondo
del mar de la memoria, me ofrecieron un día
la extraña sensación de no sentirme solo
y la complicidad de una franca sonrisa…

Luis Alberto de Cuenca


Cuando pienso en los viejos amigos me da por actualizar mi blog. Cuando pienso en Loquillo y su nuevo disco Su nombre era el de todas las mujeres (poemas de Luis Alberto de Cuenca musicados por Gabriel Sopeña), recuerdo sus discos anteriores dedicados a la poesía: La vida por delante (1994) y Con elegancia (1998). Cuando pienso en los años noventa me recuerdo joven e influenciable, ávido de mujeres y poemas, con toda La vida por delante en palabras del maestro Gil de Biedma. Cuando pienso en los temas de aquellos dos excelentes discos me detengo en uno de ellos titulado Cuando pienso en los viejos amigos, de un tal Luis Alberto de Cuenca. Cuando pienso en Luis Alberto de Cuenca decido olvidar su faceta de Secretario de Estado al servicio del ominoso Señor del Bigote, y acordarme de que es capaz de escribir el verso Su nombre era el de todas las mujeres. Cuando pienso en todas las mujeres me da por escribir.

Coda: abro Su nombre era el de todas las mujeres y quiere el azar que lo haga por el poema La noche blanca, y ese azar me dice que no queda sino leértelo (sí, a ti). Me asalta la sonrisa al encontrarme luego con Loquillo, imperial, consultando su reloj mientras piensa en aquella época Cuando vivías en la Castellana. Sigo con el hojeo previo a toda lectura sosegada: ahora me sorprende el rostro avejentado de Gabriel Sopeña, que yo creía detenido en el tiempo ingenuo de los noventa (jóvenes éramos entonces, querido compañero de viaje). Dejo que Sopeña explique ¿Por qué, De Cuenca? y veo por fin a Luis Alberto, al poeta, posando en su estudio junto a unas figuritas de Tintín. La mente se me va (nuevo azar) a Arturo Pérez-Reverte, otro distinguido tintinófilo, y no me lo puedo creer cuando paso la página y veo la firma en el prólogo. Don Arturo, además de calificar a Loquillo como el "último de los hombres duros", empieza diciéndonos: "Si algo me gusta de Luis Alberto de Cuenca -y tal vez por eso es mi amigo- es que sigue creyendo en la infancia como memoria, en los viejos héroes cansados y en el amor como refugio frente al mucho frío que hace ahí afuera". Definitivamente, este disco me parece una maravilla, y todavía no he comenzado a escucharlo.

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