"Solíamos reunirnos en un cafetín al aire libre llamado Under the Trees, donde, para celebrar nuestra felicidad, consumíamos vaso tras vaso de un delicioso ron seco. Cuando se apagaban las luces del cafetín, deambulábamos por El Condado, empeñados, como le hubiera gustado a Jaime Gil de Biedma, en que nuestra felicidad no tuviera fin". Jaime Salinas. Travesías.
En ciertas ocasiones, muy escasas, el escenario se impone sobre lo real, la impronta del recuerdo conjunto se sobreimpresiona en el presente y consigue espantar a los fantasmas cotidianos para invocar a otros, más etéreos. El azar hace el resto, y nos ofrece una singular tarde de cafés. Los cuatro amigos se han citado en un café con gusto añejo, que sabe a marco de antiguas tertulias, a teatro de numerosos reencuentros. Siempre provocador, el azar quiere que coincidan con un grupo de jóvenes desconocidos que practican una actividad muy familiar para nuestros tertulianos, aun siendo una auténtica rareza. El hallazgo sólo puede interpretarse como un atisbo de su propio pasado, como un guiño cómplice del tiempo: los jóvenes desconocidos están jugando a rol, allí mismo, en la cafetería que ahora dejan con la sensación de atravesar un portal que los llevara de vuelta a la realidad acostumbrada y pegajosa.
Sin embargo, algo del hechizo se mantiene sobre sus hombros, como nieve recién caída, cuando caminan tranquilos hacia el siguiente café. Una vez dentro, domina el ambiente de taberna y estallan las risas, las bromas comunes y maceradas por los años, aliñadas con el toque bastardo de la treintena. La amistad gana terreno, vence por momentos al paso inexorable de los días y las decepciones y las responsabilidades y las derrotas. El más atareado de nuestros tertulianos no puede demorarse por más tiempo y entonces, acaso animado por esa primera baja, el azar se manifiesta de nuevo, ahora socarrón e incluso traicionero. Un trío de féminas desconocidas posa su mirada lupina sobre los tertulianos, que siguen a lo suyo, ajenos aún a la llamada de la rutina, divertidos en su pasajera huida de la realidad. Ellas no pueden ser más que un atisbo del futuro, o del mismo presente correoso del que huyen. El café se termina, los tertulianos se marchan a lomos todavía de ese tiempo suspendido, ilusorio, feliz, que no tardará demasiado en derretirse como la nieve, a causa de su propia naturaleza.
Las tazas de café quedan atrás, vacías, un tanto abandonadas, a la manera quizá de esas féminas desconocidas que no volverán a ver. Hasta que algún camarero pase junto a las segundas para llegar a las primeras, recoja los restos de la singladura e ignore, entre tanta música y tanto ruido, el tintineo de risas y camaradería que aún se percibe, apagándose ya, en el fondo opaco de las tazas de café.
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