martes, 25 de octubre de 2022

Ursula Le Guin: una maga de Terramar

Da gusto encontrar nuevos hallazgos literarios, nuevos mundos de ficción en los que sumergirse. Sobre todo a partir de cierta edad en la que cuesta recuperar el entusiasmo. A veces la literatura, como el mundo, nos parece un lugar demasiado transitado, un exceso de voces donde ya estuviera todo dicho. Y en esa desidia apareció, a comienzos del último verano, Quienes se marchan de Omelas, un relato de Ursula K. Le Guin recién publicado en edición ilustrada por Nórdica. Su lectura resultó impactante, un puñetazo en el estómago, un zarandeo que me obligaba a despertar del sueño de la razón. El siguiente paso era aquel que siempre postergaba: de Un mago de Terramar no sabía nada, apenas las difusas recomendaciones de dos amigos que lo habían disfrutado en la juventud. En la era del hype y del spoiler, de las polémicas preventivas, del vamos a contarlo todo para no dejar nada a la imaginación del lector o espectador, zambullirme en las aguas de Terramar sin haber leído siquiera la contraportada fue un lujo para mí, el paradigma del menos es más.

Un mago de Terramar es la obra principal en literatura fantástica de Le Guin, escrita en 1968, todavía en la estela del éxito original de El Señor de los Anillos de Tolkien. Sin entrar en demasiadas comparaciones, la obra de la escritora estadounidense nos presenta también un universo de ficción que se va desplegando ante los ojos del lector, con hechiceros y dragones, viajes a lugares maravillosos, un pasado remoto de héroes legendarios, y una geografía y unos pobladores muy diversos. La gran diferencia es sin duda el ámbito donde se desarrolla la épica: en las historias de Terramar apenas se describen enfrentamientos bélicos, y los grandes combates se libran en el interior de los protagonistas. Casi todo lo que ocurre tiene un alto grado de simbolismo, en consonancia con la tradición mística oriental. Y en ese propósito de la autora para crear una fantasía medieval con elementos ajenos a la tradición europea destaca también el color de piel de Gavilán, el aprendiz de mago que abre el primer volumen de la saga y vehicula el resto. Para el segundo libro, Las tumbas de Atuan, Le Guin reserva el papel principal a una mujer, aprendiz de sacerdotisa, para equilibrar la escasa y estereotipada presencia de mujeres en la primera entrega. Se echa de menos, en las dos novelas iniciales, un mayor repertorio de personajes y de situaciones que espero ir encontrando más adelante. Tengo pendiente todavía la lectura de los cuatro libros restantes de la saga, pero ya me reconozco como un habitante más de las islas de Terramar, como lo he sido siempre de la Tierra Media, y me dejo llevar por su fabulosa magia basada en las palabras, y en el nombre verdadero de las cosas.

Sobre Ursula K. Le Guin, cuya obra se ramifica en ensayos, cuentos, poemarios y en novelas señeras de la ciencia-ficción como Los desposeídos o El nombre del mundo es Bosque, se podría decir mucho en favor de su visión honda y radical del mundo, y en especial de su afán por impugnar lo establecido. Basta recordar un fragmento de su discurso de 2014 al ser premiada por la National Book Foundation: “Vivimos en el capitalismo. Su poder parece ineludible. También lo parecía el derecho divino de los reyes. Cualquier poder humano puede ser resistido y cambiado por seres humanos. La resistencia y el cambio suelen comenzar en el arte, y muy a menudo en nuestro arte, el arte de las palabras”.

martes, 13 de septiembre de 2022

Seré amado cuando falte (a la manera de Javier Marías)

Ya está hecho. The deed is done. Dejo de cruzar el mundo de los vivos, mis pies no hollarán más la tierra. Nada puede hacerse para remediarlo. Carezco ya de veneno y sombra, solo queda el adiós. No lamento apenas marcharme así, sin despedida o aviso, porque la esfera pública me incomodaba de forma creciente, y enfrentarme a ella periódicamente era más condena que alivio. Ustedes ya saben que hice propósito de abandonar la terca costumbre de la opinión dominical hace un quinquenio o acaso un decenio, cuando todavía era pertinente. Fui un tanto necio y no seguí mi instinto de conservación, o quizá fuera de supervivencia; todo lo contrario, fui contumaz, impertinente. Perseveré en la crónica de tiempos aciagos, de tiempos malditos y groseramente posmodernos. También les hice partícipes, es justo decirlo, de otras muchas y variadas cuestiones: de mis hallazgos en cine y en literatura pero nunca en teatro, de las figuritas que encontraba en los lugares más recónditos y de las simpáticas relaciones que establecían entre ellas, de aquellas ocasiones en las que traté de ser todo un caballero, de mis tropiezos con el balón, de mis idas y venidas oxonienses, de las peripecias auténticas o imaginadas del Reino de Redonda y su amable y distinguida corte.

Fíjense cuánta futilidad, comenzar por un pliego de descargo, por un excusatio non petita para mayor solaz de tanto enemigo declarado o solapado. Inicio por añadidura superfluo, puesto que por los artículos no seré recordado: caerán como espada sin filo por un presente continuo y melifluo que no conduce a parte alguna. Tendré suerte, en todo caso, si mis esfuerzos novelescos perduran en la negra espalda del tiempo. ¿Quién lee hoy a mi admirado Juan Benet? Agradezco, no obstante, las palabras amables que ahora se verterán en las páginas impresas de periódicos varios (en cuanto a las no impresas, ustedes ya me conocen, y por decirlo a la manera de mi antiguo vecino de página: se me dan un ardite); agradezco a quienes vayan a releerme buscando alguna nueva luz o cierta esquiva sombra; agradezco incluso la llegada de nuevos lectores, de aquella clase que siente la mórbida atracción de leer al escritor puesto de moda una vez finado. No seré yo quien se queje de despertar pasiones post mortem, yo que cuando fui mortal tanto me deleitaba con los cuentos de fantasmas.

No debería uno contar nunca nada, y sin embargo se apaga una vida dedicada a la narración. También a traducir y editar, háganme el favor de recordarlo, y a impartir clase desde la tarima con inevitable revuelo de togas, más bien poca. No debería haber contado nunca nada, o acaso sí. Tal vez tuvo sentido servirles de guía en la búsqueda de todas las almas, quizá mereció la pena disponer para ustedes de un corazón tan blanco, o tratar de averiguar cuáles serán sus rostros mañana, en la batalla. Piensen en mí, o mejor, léanme de cuando en cuando, si consiguen desprenderse de la pomposa y grávida actualidad, si logran despegar sus castigados ojos de las agresivas pantallas. Me dispongo ahora a reunirme con mis parientes, con mis queridos padre y madre, con los maestros Juan y sir Peter Russell, espero que no con el traidor taimado Tupra. También me gustaría, dentro de las posibilidades imposibles que otorgamos a la muerte, citarme por ejemplo en The Hawes con Tusitala, obsequiarle acaso con una edición bilingüe de De vuelta del mar, preguntarle un tanto inapropiadamente cómo suena este su réquiem en castellano: “Bajo el inmenso y estrellado cielo / cavad mi fosa y dejadme yacer / Alegre he vivido y alegre muero / pero al caer quiero haceros un ruego / Que pongáis sobre mi tumba este verso / Aquí yace donde quiso yacer / de vuelta del mar está el marinero / de vuelta del monte está el cazador”.

jueves, 14 de octubre de 2021

Madres paralelas: verdad, justicia y reparación


«Por mucho que se la intente silenciar,
la historia humana se niega a callarse la boca».
Eduardo Galeano


En su ensayo La desaparición de los rituales, el filósofo Byung-Chul Han expone como uno de los males de nuestro tiempo el abandono de los ritos, entendidos en sentido amplio como la forma que tenemos los individuos y las sociedades de cerrar un ciclo o una experiencia antes de seguir adelante. Dicho de otra manera, el filósofo nos recuerda que para pasar página antes hay que leerla. El ritual más evidente es el duelo: para superar la desaparición de un ser querido es imprescindible llorar la pérdida, asumirla y, cuando se trata de un fallecimiento, dar digna sepultura a su cuerpo.

Del tránsito de la vida a la muerte y de sus rituales se han ocupado tradicionalmente las religiones, además de toda clase de costumbres civiles, laicas o paganas. Cuando la pérdida es producto de la violencia y, para colmo, se impide la realización del duelo, nos encontramos ante una vulneración de los Derechos Humanos fundamentales,  según recoge la ONU a través del Comité contra la Desaparición Forzosa, que ha apercibido a España en varias ocasiones por su reiterado incumplimiento en esta materia.

Y es que resulta escandaloso constatar que, detrás de Camboya, el segundo país del mundo con mayor número de desaparecidos es España, a causa de las víctimas provocadas por el golpe militar de 1936 y la dictadura que lo siguió. La católica España niega el ritual del duelo a más de cien mil familias de desaparecidos: tras cuarenta años de democracia, partidos políticos, jueces y administraciones públicas, poderosos medios de comunicación y dirigentes eclesiásticos se oponen con vehemencia a que una parte importante de españoles pueda dar una sepultura digna a sus familiares, lo cual supone también negarles la condición de víctimas. El comportamiento de estos sectores de la sociedad española es de una bajeza moral abrumadora, solo comparable en España a la de los más fanáticos seguidores de ETA, pero persisten en su actitud mezquina y hasta hacen gala de ella: en una entrevista emitida en televisión en 2015, el entonces presidente M. Rajoy se jactó de dedicar cero euros a la memoria histórica, cero euros a tareas sancionadas por la ONU como fundamentales en materia de Derechos Humanos  como, entre otras, la exhumación de fosas comunes de los desaparecidos de la dictadura para que sus parientes puedan identificarlos, llorarlos, enterrarlos dignamente y realizar en definitiva el doloroso pero imprescindible ritual de duelo que les permita superar o al menos asimilar su muerte injusta y violenta.

Y con esa declaración infame del católico practicante M. Rajoy se abre Madres paralelas, la última película del más destacado y premiado director de cine español, Pedro Almodóvar, a la que llegamos por fin tras un largo preámbulo. Hay por supuesto en Madres paralelas los ingredientes habituales en la filmografía del cineasta manchego: mujeres fuertes que se sobreponen a grandes adversidades, dramáticos enredos sentimentales, giros de guión un tanto excesivos, pasión por contar una buena historia. Pero todo ello no es más que el pretexto creativo que Almodóvar necesita para exponer su tesis en esta película: hablar de lo que para muchos españoles, demasiados, es innombrable, de la insoportable urgencia que tenemos como sociedad, si queremos alcanzar una cierta madurez democrática, de honrar a las víctimas de la dictadura y a sus familiares, que no sólo merecen reconocimiento en su condición de víctimas del terror sistemático de Franco, sino por haberlo sufrido, precisamente, como consecuencia de su defensa de la democracia y de la legalidad republicana. De esa urgencia dan ejemplo las palabras que oí decir a un espectador según salía de la sala de cine, en respuesta a un comentario de su acompañante: “de eso mejor no hablar”.

Hablemos pues, hablemos con ella, nos propone Almodóvar. Hablemos con la protagonista, interpretada por Penélope Cruz, que además de intentar encontrarse a sí misma busca la fosa común donde yace su bisabuelo, tras ser fusilado. Hablemos también con la joven que le da réplica, que a la vista de la preocupación de la protagonista por algo tan elemental como hallar los restos de un familiar asesinado le espeta ese manido “es mejor no reabrir heridas”. Almodóvar refleja a la perfección en esta escena cómo una frase, a pesar de su evidente falsedad (es imposible reabrir algo que a todas luces no está cerrado todavía), se impone como una venda a base de repetición sobre el caldo de cultivo de la ignorancia. Hay dolor en Madres paralelas, el dolor de dos mujeres que son además madres solteras, y una de ellas víctima de una violación a la que no sabe poner nombre, pero sobre todo hay redención. La escena final es una clásica catarsis en la que el dolor colectivo de un pueblo se expresa por fin en su justa medida: la exhumación es el ritual de cierre que nos hace falta, el epítome del mandato de Verdad, Justicia y Reparación que consagran las Naciones Unidas como culminación de todo proceso de paz. Lo contrario es barbarie.

sábado, 4 de septiembre de 2021

Tolkien: el primer feminista

 

En estos tiempos de cultura de la cancelación, donde se practica con demasiada frecuencia y escaso rigor el análisis del pasado bajo el prisma del furibundo presente, uno de los objetivos de esa especie de “caza de brujos” ha sido el buen viejo profesor Tolkien, autor de una de las obras más leídas de la literatura universal, El Señor de los Anillos. Pero mucho se habla y poco se lee, y para opinar con fundamento es imprescindible acudir a las fuentes. Veamos el siguiente pasaje, extraído del capítulo El paso de la Compañía Gris, al comienzo del libro final de la trilogía, titulado El retorno del Rey:

–Vuestro deber está aquí entre los vuestros– respondió Aragorn.
–Demasiado he oído hablar de deber –exclamó ella–. Pero ¿no soy por ventura de la Casa de Eorl, una virgen guerrera y no una nodriza seca? Ya bastante he esperado con las rodillas flojas. Si ahora no me tiemblan, parece, ¿no puedo vivir mi vida como yo lo deseo?
–Pocos pueden hacerlo con honra.
[…] Y ella respondió: –Todas vuestras palabras significan una sola cosa: Eres una mujer, y tu misión está en el hogar. Sin embargo, cuando los hombres hayan muerto con honor en la batalla, se te permitirá quemar la casa e inmolarte con ella, puesto que ya no la necesitarán. Pero soy de la Casa de Eorl, no una mujer de servicio. Sé montar a caballo y esgrimir una espada, y no temo el sufrimiento ni la muerte.
–¿A qué teméis, señora? –le preguntó Aragorn.
–A una jaula. A vivir encerrada detrás de los barrotes, hasta que la costumbre y la vejez acepten el cautiverio, y la posibilidad y aun el deseo de llevar a cabo grandes hazañas se hayan perdido para siempre.

“Ella” es por supuesto la Dama Éowyn, sobrina del Rey de Rohan, que aspira a transgredir las normas de la sociedad machista en la que vive. Del propio texto se deduce que Tolkien sitúa su novela en un mundo premoderno de corte feudal, añado antes de que lluevan sobre él ridículas acusaciones de clasismo o belicismo. Desde luego que este mero pasaje no convierte a su autor en un pionero de la lucha feminista, más allá del provocador título del presente artículo, pero la contundencia del diálogo y la resolución de su protagonista no pueden pasarse por alto. El prototipo de mujer que desea una vida libre, aunque sea para emular gestas masculinas, puede parecer manido hoy en día, pero no lo era en 1954, fecha de la primera publicación de El Señor de los Anillos. Se me ocurre que la mismísima Virginia Woolf, contemporánea de Tolkien pero desaparecida antes de tener ocasión de leer su obra magna, probablemente hubiera celebrado el papel de Éowyn, siempre a la búsqueda de una habitación propia.

Abordaremos aquí también la otra habitual acusación contra Tolkien por parte de esa suerte de Inquisición retroactiva que no necesita de más sotanas y libelos que las redes sociales: por lo visto, que en la obra del escritor británico buena parte de los antagonistas sean de tez oscura lo convierte en un adalid del racismo. Teniendo en cuenta que su intención artística era, en palabras del propio Tolkien, “crear una mitología para Inglaterra”, pretender protagonistas negros es una insensatez histórica, como lo sería pedirle al jamaicano Marlon James, admirador por cierto de Tolkien, que para su novela inspirada en mitos africanos Leopardo negro, lobo rojo hubiera usado héroes blancos. Por añadidura, una de las características principales de El Señor de los Anillos es la llamada a la unidad y la confraternización entre diferentes razas, en pos del bien común, que no es otro que su propia supervivencia y la del planeta que habitan. Por añadidura, se suele olvidar que, en una época durante la cual democracias consolidadas como Canadá o Estados Unidos seguían maltratando e incluso exterminando a sus poblaciones nativas, Tolkien tuvo la habilidad de introducir, precisamente en El retorno del Rey, a los woses, un pueblo ancestral que por su comportamiento y rasgos físicos recuerda a ciertas tribus americanas. Su papel en la novela es menor pero crucial en auxilio de los protagonistas, algunos de los cuales, significativamente, pertenecen a un reino que tiempo atrás tenía la terrible costumbre de perseguir y cazar a los woses como si fueran animales salvajes. Por añadidura, y ya vamos concluyendo, resulta que se acusa de racismo a quien contestó de esta manera, en 1938, a la editorial alemana que le pedía antecedentes arios como requisito para publicar El Hobbit, su primera novela:

Si debo entender que lo que ustedes quieren saber es si soy de origen judío, sólo puedo responder que desgraciadamente no parece que tenga antepasados de ese talentoso pueblo. Mi tatarabuelo vino de Alemania a Inglaterra en el siglo XVIII. […] Me he acostumbrado a considerar mi apellido alemán con orgullo. […] Sin embargo, no puedo abstenerme de comentar que si solicitudes irrelevantes e impertinentes de este tipo van a convertirse en la norma en cuestiones de literatura, entonces no está lejos el tiempo en el que un apellido alemán ya no sea fuente de orgullo.

Es pues imprescindible leer, informarse verazmente y contrastar antes de emitir opiniones. Lo contrario es de insensatos, como diría Gandalf. Para otra ocasión dejaremos el más conocido y celebrado carácter de ecologista avant la lettre del profesor Tolkien. Hay mucho que decir al respecto, ahora que, como el traicionero Saruman, el Enemigo “tiene una mente de metal y ruedas” y “ya no cuida las cosas que crecen”.


artículo publicado en Librerantes

jueves, 22 de julio de 2021

Hipatia: la razón está llena de estrellas

Ir al teatro parece siempre una actividad de resistencia, que se intensifica en tiempos de pandemia. Cuando la rutina consiste en encerrarnos como vampiros posmodernos en nuestro propio confinamiento de diseño, cada clic virtual un clavo sobre el ataúd, salir al aire limpio de la escena y contemplar las caras de actrices y actores es una maravilla. Como ya tuve ocasión de comprobar con el montaje de Tito Andrónico, hay más seguridad contra el virus en el Teatro López de Ayala que en cualquier taberna. Pero es que anoche el escenario era el Teatro Romano de Mérida. Hay que estar allí entre las viejas piedras para sentir la fuerza de los siglos, la conmovedora voluntad del ser humano por dotar de cultura y sentido su paso por el mundo.

Hipatia es un personaje histórico del que poco se sabe, puesto que no conservamos ningún texto escrito por ella, solamente referencias y correspondencia de sus discípulos. Como en el caso de Jesús de Nazaret, y la comparación no es gratuita, véanse los paralelismos. Hipatia es considerada la primera mujer científica, extraordinaria oradora que enseñaba filosofía, astronomía y matemáticas en Alejandría. La suya fue una época marcada por el edicto del emperador Teodosio en el año 380, que proclamaba el cristianismo como única religión permitida en el Imperio. La medida acrecentó las persecuciones y matanzas por motivos religiosos. Hipatia fue víctima de ellas, a pesar de su posición de prestigio y de contar entre sus alumnos a Orestes, máxima autoridad política de Alejandría, o Sinesio de Cirene, que llegaría a convertirse en obispo. En el año 391 Teodosio dio permiso al líder de los cristianos en Alejandría, el patriarca Teófilo, para demoler los templos paganos de la ciudad, entre ellos el Serapeo, donde Hipatia impartía su cátedra. Ella siguió enseñando y negándose a convertirse al cristianismo, hasta que en el año 415 fue asaltada, violada y descuartizada por un grupo de fanáticos alentados por Teófilo, posteriormente proclamado Santo por la Iglesia.

El personaje histórico de Hipatia tiene sobrada fuerza para devenir en símbolo. Tras una larga etapa de olvido, su figura fue recuperada por la Ilustración en el siglo XVIII como emblema de la razón frente a la barbarie, y permanece de actualidad hasta nuestros días, con el añadido de convertirse también en mártir del feminismo: los enemigos de Hipatia, como era de esperar, la rechazaban ante todo por ser mujer y atreverse a ocupar una posición de magisterio reservada a los hombres. Así se explican las diversas obras literarias y pictóricas en torno a ella, la película Ágora dirigida por Amenábar en 2009, y la obra teatral Hipatia de Alejandría recién estrenada en Mérida. Entre las columnas del teatro romano, entre la creciente marea de intolerancia y fascismo que amenaza con sepultarnos, resulta imposible sustraerse de las palabras sabias y conciliadoras de Hipatia, de su descubrimiento de la órbita elíptica de la Tierra, de la propia elipse como metáfora que nos acerca y aleja del conocimiento y de nosotros mismos.

Mientras veía a Hipatia interpretada por Paula Iwasaki pensaba en Matilde Landa, encarcelada hasta la muerte por la dictadura, que también se negó a convertirse al cristianismo de los fanáticos, y que fue bautizada in articulo mortis, como último ultraje a su libertad. Pensaba en los tiempos que corren, repletos de bulos y farsas como las que socavaron la convivencia en Alejandría. Con solo levantar la mirada vi también las estrellas en la bóveda celeste, iluminando el teatro, las mismas estrellas que obsesionaron a Hipatia hace mil seiscientos años. En honor a ella un cráter lunar, un asteroide y un cometa llevan su nombre. No está mal, pero pienso que todo lo que Hipatia representa se merece nombrar algo más, algo como un astro que brilla con luz propia en el firmamento. Es decir, una estrella.

viernes, 18 de junio de 2021

Green Book: el racismo se cura viajando

 

Un buen amigo me recomendó ver Green Book, película de 2018 que me había pasado desapercibida, y no solo me ha encantado sino que me sirve de excusa para volver a escribir sobre ese territorio de ensueño que es el cine. Ya imaginaba de qué podía tratar esta película porque en la serie Lovecraft Country uno de los protagonistas se dedica justamente a elaborar la guía de viajes que da título al film. El Libro verde del automovilista negro se publicó cada año de 1936 a 1966 bajo el lema “vacation without aggravation” (que podríamos traducir, conservando la rima, como “vacaciones sin vejaciones”) para que los viajeros afroamericanos sortearan, en la medida de lo posible, las constantes humillaciones prodigadas por el racismo imperante en su país: equivocarse de hotel o restaurante, o circular por determinados lugares tras el anochecer podía suponer encarcelamiento, palizas o incluso la muerte.

Aunque no quería detenerme apenas en Lovecraft Country, añadiré que la serie sirve de poderoso contraste con la película Green Book: la primera toma como trasfondo el terror sobrenatural ideado hace un siglo por el escritor H.P. Lovecraft, cuyo racismo era precisamente la fuente de buena parte de los horrores que reflejaba en su obra literaria. Y en una suerte de venganza artística, Lovecraft Country presenta a un grupo de protagonistas de raza negra que se enfrentarán con bravura y notables dosis de humor tanto a las monstruosidades lovecraftianas como al mayor de los peligros, la segregación racial. Con mucha violencia, sangre y vísceras, esta serie expone el racismo estructural de Estados Unidos en toda su crudeza, y no es posible verla como un triste episodio del pasado, cuando tenemos reciente en la memoria el brutal asesinato de George Floyd a manos de un policía, por citar solo un caso.

Green Book es, por el contrario, una película dura pero amable que se centra en la amistad entre un virtuoso pianista negro (Mahershala Ali) y su chófer italoamericano (Viggo Mortensen) durante una gira del primero por los estados del Sur profundo, donde el racismo es tradición sagrada. Que el argumento esté inspirado en un viaje real hace que la historia sea aún más conmovedora, y la dirección de Peter Farrelly sabe sacar todo su jugo a la desbordante actuación de Mortensen (que en esta película más parece el grasiento Cebadilla Mantecona que el regio Aragorn) y a las refinadas réplicas de Ali. Hay además en Green Book un interesante contrapunto entre raza y clase: antes de que su amistad los vaya transformando en personas decentes, el músico es tan clasista como su chófer racista, y las situaciones que ambos atraviesan durante el viaje ponen a cada uno en la piel del otro, nunca mejor dicho.

Encontramos en Green Book varias escenas memorables que no conviene adelantar aquí, y un cierto regusto al Hollywood más convencional, cena navideña incluida. Pero, frente a la descarnada posmodernidad de ficciones como Lovecraft Country, estas concesiones moralizantes no lastran la película, al contrario: si algo nos enseña Green Book es que, más allá de nuestros estúpidos prejuicios, podemos ser mejores. Basta con sacar la cabeza del culo, por decirlo a la tosca manera del Bronx, mirar a nuestro alrededor y comprobar que no estamos solos, y que vamos en el mismo barco. O en el mismo Cadillac, escuchando a Little Richard, camino de la puesta de sol.


viernes, 14 de mayo de 2021

15M: Nos quieren en soledad, nos tendrán en común

 

Un resumen: año 2011, en el marco de una ola mundial de protestas contra la desigualdad iniciada con la Primavera Árabe y continuada con Occupy Wall Street, una manifestación en la Puerta del Sol de Madrid se transforma primero en acampada y luego en ciudad autogestionada, terremoto con réplicas en muy diversas poblaciones de España. Así nace el 15M, un movimiento que desnuda las vergüenzas del poder y que impugna lo establecido: clama contra el bipartidismo, contra el sistema electoral, contra el desmantelamiento de lo público, contra la ruptura del contrato social que obliga a la juventud española a vivir peor que la generación de sus padres.

Un despertar: tras la crisis-estafa financiera iniciada en 2008, el sistema, comportándose como el maltratador que es, intenta culpar a las víctimas: alguien nos dice que hemos vivido por encima de nuestras posibilidades. Solo teníamos que mirarnos a la cara y palparnos las heridas abiertas para rechazar la enorme mentira que ocultan esas palabras. El 15M nos abrió los ojos y entrelazó nuestras manos. Según la historiadora del arte Julia Ramírez-Blanco, autora del libro El tiempo de las plazas: “Antes del 15M, la crisis era culpa de la gente, después del 15M, era culpa de los de arriba”.

 

 

Una victoria: cuando el desborde empieza a ser inasumible para el sistema, de nuevo alguien, con el paternalismo propio de los señoritos, nos dice que en vez de tanto protestar lo que tenemos que hacer es fundar un partido y presentarnos a las elecciones. El impulso libertario del 15M es imposible de reducir a las formas de participación política convencionales, pero lo cierto es que su espíritu y sus ideas estuvieron bien presentes en los ayuntamientos del cambio que en 2015 se hicieron con el poder institucional en capitales como Madrid, Barcelona, Valencia, Cádiz, Zaragoza, Santiago y La Coruña. Basta revisar las imágenes de Ada Colau, de activista antidesahucios a alcaldesa de Barcelona, sujetando el bastón de mando municipal rodeada por una multitud ilusionada y sonriente, para comprender que el eco del 15M puede derribar montañas.

Un contraste: el 15M fue una gentrificación al revés, puso el centro de las ciudades al servicio de sus habitantes, no al servicio del dinero. En la Puerta del Sol había cocinas, medios de comunicación, servicio de limpieza, biblioteca, asesoría legal, enfermería… todo lo que necesita una ciudad en miniatura, de forma autogestionada y con la participación del vecindario, que acudía a ayudar y a llevar comida y toda clase de útiles de forma completamente altruista. El contraste con los núcleos financieros de las grandes ciudades es demoledor: desde Wall Street, capital del dolor neoliberal, hasta la City londinense, donde las empresas pagan menos impuestos que en el resto de Londres, pasando por el dumping fiscal de la Comunidad de Madrid, el 15M nos enseña la importancia del bien común y de la ayuda mutua frente al beneficio económico puesto por encima de cualquier consideración social, por encima incluso de la vida. El 15M es un viaje que nos lleva del paraíso fiscal al paraíso anticapitalista.

 

Una derrota: diez años después del 15M, las condiciones de vida de los jóvenes en España apenas han mejorado, con sueldos más bajos y contratos más precarios que en 2011. La banca no ha devuelto el dinero de su rescate pero aumenta ganancias y anuncia despidos masivos, las grandes fortunas son más grandes todavía y los pobres más pobres (uno de cada tres niños españoles está en riesgo de pobreza), España goza de una de las tarifas eléctricas más caras de Europa y se estima que la pobreza energética afecta a cuatro millones y medio de españoles, al mismo tiempo que el presidente de Iberdrola gana doce millones de euros al año. Se suele señalar a los políticos como culpables de todos nuestros males, mientras los directivos de las grandes empresas continúan a salvo, impunemente, viviendo, ellos sí, por encima de nuestras posibilidades. Y de las posibilidades de nuestro planeta.

Unas manos: las tuyas, las mías, las nuestras. Se cumplen diez años del 15M y queda mucho por hacer. Los profetas del desencanto aseguran que la Spanish revolution no llegó a nada, pero lo cierto es que sirvió para casi todo: para reapropiarse del espacio público, para tejer redes de solidaridad y activismo, para enamorarse, para eclosionar en múltiples expresiones culturales, para comenzar a hacernos feministas, para ensayar un modelo de convivencia ajeno a la depredadora lógica de mercado, para mostrarnos que hay otro camino. Si la pandemia nos ha enseñado que no hace falta darse la mano para sentirnos cerca, el 15M reveló al mundo que se puede aplaudir sin hacer ruido. Puesto que nos sobran los motivos, esas manos alzadas deberían levantarse de nuevo. Ya lo decía Eduardo Galeano: “Tenemos las manos vacías. Pero las manos son nuestras”.